Boato: Ostentación en el porte exterior.
1. Tempus fugit! Casi sin habernos dado cuenta, estamos ya en el decimocuarto año del siglo XXI, una centuria que pareciera que comenzó ayer con ese trocamiento de dígitos que tanto presagiaba según algunos, las discusiones en torno al año exacto en que entraba el nuevo milenio para otros y el infausto cambio de moneda para todos.
Este decimocuarto cambio de año de siglo, vigesimosexto de mi vida, por primera vez lo he pasado en una ciudad diferente a Madrid: Cáceres. Habiéndolo casi improvisado dos días antes, con tanta ilusión como expectativa, me embarqué junto a mi queridísima Sónia en un coche anunciado en Blablacar que nos trasladó a la ciudad extremaña, donde, rehusando cotillones y sin ostentación ni boato alguno, disfruté de una cena, de una noche, de una comida, de una ciudad y de un primer día de 2014 inmejorables en la mejor de las compañías.
¡¡¡Gracias, mi querida Sónia!!! ¡¡¡Feliz 2014, mis lectores!!!
2. Últimamente estoy rememorando mucho nuestro inmortal Lazarillo de Tormes, cuya inmensa repercusión, amén de haber influido en el desarrollo de nuestro idioma -como ejemplifican la expresión "ser un lazarillo" o la aposición "perro lazarillo"-, influyó sobremanera en un nuevo estilo de hacer literatura, hasta el punto que puede decirse que el Lazarillo inauguró el realismo literario, constituyendo, en palabras de Francisco Rico, "la mayor revolución literaria desde la Grecia clásica: la novela moderna".
El más conocido amo de los ocho señores a los que sirve el protagonista que da nombre a la novela es, sin lugar a dudas, ese ciego que en el pétreo toro de Salamanca -sito a los pies del puente romano- da una gran calabazada a Lázaro, haciéndole de esta manera despertar de su letargo en que, como infante, estaba. Tal vez el segundo amo más popular de todos los que sirve Lázaro es el escudero toledano, ese hidalgo presumido que, como una obligación de clase, no pierde en ningún momento el boato que lo caracteriza, si bien en su casa apenas hay migaja alguna para comer.
Una mala adaptación de ese hidalgo es el que me viene a la memoria cada mañana cuando, al parar -o intentarlo- en las salmantinas calles Toro o Zamora a señoras con abrigos de piel, me arguyen como excusa "no poder ayudar económicamente" con cuarenta céntimos diarios el tratamiento terapéutico que necesita un niño refugiado en Jordania para sobrevivir.
El hidalgo manchego mantenía su oropel por una exigencia de clase; las señoras salmantinas quiero pensar que no lo hacen por idéntica razón, pero... ¿qué es más triste: aparentar opulencia por evitar el descrédito o pasar por mentirosa en medio de la opulencia? ¿Qué actitud es más denigrante? Siendo un chico de gustos renacentistas, en este punto me quedo con el quehacer del siglo XVI.
No hay comentarios:
Publicar un comentario