1. El veintitrés de marzo de dos mil catorce será ya para siempre una fecha histórica para la nación española por haber sido la luctuosa jornada que presenció la muerte del primer presidente de la joven democracia española.

Este cariño del pueblo es perfectamente entendible, habida cuenta de que en el parangón con cualquier otro presidente democrático que hemos tenido, Adolfo Suárez supera con creces a cualquiera por el simple hecho de no haberse lucrado de su paso por la política. Sin embargo, los "homenajes" de sus sucesores políticos -alguno de los cuales intentó (y finalmente consiguió) masacrarlo en vida- saben a una especie de arrepentimiento póstumo y a demagogia extremista cuando, sin siquiera preverlo y aun a sabiendas de que costará más de medio millón de euros, se decide de la noche a la mañana cambiar el nombre del principal aeropuerto del país, que inminentemente pasará a denominarse Adolfo Suárez-Barajas. ¡Un poquito menos de demagogia, por favor!
2. Hace poco tiempo indagaba en mis apuntes de literatura de 2007 buscando un dato bibliográfico u operístico cuando resulté francamente golpeado por mi propia caligrafía. Es evidente que, como grafólogo, he estudiado y observado en numerosos cotejos prácticos cómo una grafía evoluciona con el paso del tiempo paralelamente a cómo lo hace la personalidad psicológica del escribiente, pero verlo en primera instancia y persona me impresionó especialmente, ya que no recordaba que hubiera escrito con una letra tan pequeña, tan acostumbrado como estoy actualmente a mis dimensiones grandes.
A juzgar por mi grafología, hace algo más de un lustro tenía una autoestima bastante limitada -que se mostraba como tal en público- y era signficativamente más reservado, cauteloso y conturbado que ahora. Repasando mi biografía real, la evolución no puede ser más entendible habida cuenta, sobre todo, de mi currículum laboral.
En un alarde de parafraseo del gran Carlos Rodríguez, podríamos decir que la evolución de la letra no es, ni más ni menos, que una biografía resumida.
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